Él preveía que anhelaría su tierra y que abandonaría a su gente sin esperanza de regreso cercano. Ella ansiaba su huida voluntaria pero a veces, la incertidumbre hacia lo desconocido enturbiaba sus deseos solidarios. Para él esa incertidumbre se convirtió en una constante e inoportuna aliada.
Ella comenzaba a seleccionar algunos pequeños bultos del que podría ser su extenso equipaje. Él amontonaba, en un saco limpio de rafia, elementales provisiones con las que subsistir en el trayecto.
Él embarcaba clandestinamente en cayuco, hacinando su cuerpo junto a otros ochenta y seis compañeros de viaje y temeroso recordaba el rostro triste y surcado de su anciana madre. Una madre que prometió rezar por su suerte y velar su intemperie. Intemperie de mar, tierra y aire.
Él observaba, sin apenas pestañear, hasta la última mota en que la distancia convirtió al continente africano. Luego, premió a sus párpados cerrándolos por unos instantes y cubrió con un telón oscuro los ocres que regalaba el paisaje. No obstante, su sosiego fue interrumpido por el llanto de un bebé, precoz compañero, que alteró la esencia del silencio para reclamar sustento. Sus pensamientos emergieron, el gemido infante se tornaba cada vez más agudo e irritante. La madre primeriza, buscaba miradas compasivas mientras intentaba apaciguar al pequeño, susurraba nanas y gesticulaba pucheros; finalmente descubrió su flácido pecho y lo colocó en la boca del pequeño que lo succionó con ahínco y presión.
Ella recibía desde la Fundación organizadora, respuesta favorable a su solicitud y en dos meses estaría dedicando parte de sus vacaciones docentes a la formación voluntaria de menores extranjeros no acompañados. Aquel día compartió su euforia con sus rebeldes alumnos quinceañeros y mientras transmitía, emotiva y aturdida, valores hermosos, sus discípulos admiraron su valentía. Fue en casa donde sus padres cuestionaron su decisión plausible pero arriesgada; pero ella argumentó con sensatez y rivalizó los consejos paternos que se negaban a verla como la mujer que con veintiséis años era.
Los buscadores de destinos nuevos engañaban a sus estómagos con tragos de leche en polvo y con el sabor dulce de dos minúsculas galletas. Después de que el chico degustara el escaso menú de la cena, sintió necesidad de vaciar su vientre hinchado y en un amago de enderezar sus piernas el desconocido de al lado le advirtió, con susurros en wolof, del riesgo de perder el sitio que ocupaba. Él, ya en pie intentaba desentumecer sus piernas y mantenía el equilibrio en su minúsculo espacio. Entonces, miró incrédulo a su compatriota y atónito señaló a sus intimidades para buscar un gesto aprobatorio. Sin embargo, el cómplice dirigió la mirada a su entrepierna y se cercioró de que los ojos del muchacho también se detuvieran en ella. Cuando la visión del chico topó con aquella zona colorida, por la humedad amarillenta, comprendió la solución vecina. Aún así vaciló ante su única decisión, que al final desechó cuando el otro confesó su experiencia en su primer intento de alcanzar costa española. El chico deshizo sus recientes acciones sin pronunciar palabra: flexionó sus piernas, deslizó su cuerpo y acomodó su espalda mientras evacuó su orín sobre sí mismo. Por unos instantes se sintió desdichado ante la noche, sin embargo el desfile rítmico y elegante de la luna aminoró su tristeza y dejó que ésta meciera su sueño. CONTINUARÁ
Ella comenzaba a seleccionar algunos pequeños bultos del que podría ser su extenso equipaje. Él amontonaba, en un saco limpio de rafia, elementales provisiones con las que subsistir en el trayecto.
Él embarcaba clandestinamente en cayuco, hacinando su cuerpo junto a otros ochenta y seis compañeros de viaje y temeroso recordaba el rostro triste y surcado de su anciana madre. Una madre que prometió rezar por su suerte y velar su intemperie. Intemperie de mar, tierra y aire.
Él observaba, sin apenas pestañear, hasta la última mota en que la distancia convirtió al continente africano. Luego, premió a sus párpados cerrándolos por unos instantes y cubrió con un telón oscuro los ocres que regalaba el paisaje. No obstante, su sosiego fue interrumpido por el llanto de un bebé, precoz compañero, que alteró la esencia del silencio para reclamar sustento. Sus pensamientos emergieron, el gemido infante se tornaba cada vez más agudo e irritante. La madre primeriza, buscaba miradas compasivas mientras intentaba apaciguar al pequeño, susurraba nanas y gesticulaba pucheros; finalmente descubrió su flácido pecho y lo colocó en la boca del pequeño que lo succionó con ahínco y presión.
Ella recibía desde la Fundación organizadora, respuesta favorable a su solicitud y en dos meses estaría dedicando parte de sus vacaciones docentes a la formación voluntaria de menores extranjeros no acompañados. Aquel día compartió su euforia con sus rebeldes alumnos quinceañeros y mientras transmitía, emotiva y aturdida, valores hermosos, sus discípulos admiraron su valentía. Fue en casa donde sus padres cuestionaron su decisión plausible pero arriesgada; pero ella argumentó con sensatez y rivalizó los consejos paternos que se negaban a verla como la mujer que con veintiséis años era.
Los buscadores de destinos nuevos engañaban a sus estómagos con tragos de leche en polvo y con el sabor dulce de dos minúsculas galletas. Después de que el chico degustara el escaso menú de la cena, sintió necesidad de vaciar su vientre hinchado y en un amago de enderezar sus piernas el desconocido de al lado le advirtió, con susurros en wolof, del riesgo de perder el sitio que ocupaba. Él, ya en pie intentaba desentumecer sus piernas y mantenía el equilibrio en su minúsculo espacio. Entonces, miró incrédulo a su compatriota y atónito señaló a sus intimidades para buscar un gesto aprobatorio. Sin embargo, el cómplice dirigió la mirada a su entrepierna y se cercioró de que los ojos del muchacho también se detuvieran en ella. Cuando la visión del chico topó con aquella zona colorida, por la humedad amarillenta, comprendió la solución vecina. Aún así vaciló ante su única decisión, que al final desechó cuando el otro confesó su experiencia en su primer intento de alcanzar costa española. El chico deshizo sus recientes acciones sin pronunciar palabra: flexionó sus piernas, deslizó su cuerpo y acomodó su espalda mientras evacuó su orín sobre sí mismo. Por unos instantes se sintió desdichado ante la noche, sin embargo el desfile rítmico y elegante de la luna aminoró su tristeza y dejó que ésta meciera su sueño. CONTINUARÁ