jueves, 28 de enero de 2010

"EN NOMBRE DE INIKO"

Él apostaba todos sus ahorros para trucar su destino; un destino sometido, quizás por azar, a la pobreza del país senegalés. Ella solicitaba alterar temporalmente su metódica rutina madrileña; rutina teñida de estrés y monotonía.
Él preveía que anhelaría su tierra y que abandonaría a su gente sin esperanza de regreso cercano. Ella ansiaba su huida voluntaria pero a veces, la incertidumbre hacia lo desconocido enturbiaba sus deseos solidarios. Para él esa incertidumbre se convirtió en una constante e inoportuna aliada.
Ella comenzaba a seleccionar algunos pequeños bultos del que podría ser su extenso equipaje. Él amontonaba, en un saco limpio de rafia, elementales provisiones con las que subsistir en el trayecto.
Él embarcaba clandestinamente en cayuco, hacinando su cuerpo junto a otros ochenta y seis compañeros de viaje y temeroso recordaba el rostro triste y surcado de su anciana madre. Una madre que prometió rezar por su suerte y velar su intemperie. Intemperie de mar, tierra y aire.
Él observaba, sin apenas pestañear, hasta la última mota en que la distancia convirtió al continente africano. Luego, premió a sus párpados cerrándolos por unos instantes y cubrió con un telón oscuro los ocres que regalaba el paisaje. No obstante, su sosiego fue interrumpido por el llanto de un bebé, precoz compañero, que alteró la esencia del silencio para reclamar sustento. Sus pensamientos emergieron, el gemido infante se tornaba cada vez más agudo e irritante. La madre primeriza, buscaba miradas compasivas mientras intentaba apaciguar al pequeño, susurraba nanas y gesticulaba pucheros; finalmente descubrió su flácido pecho y lo colocó en la boca del pequeño que lo succionó con ahínco y presión.
Ella recibía desde la Fundación organizadora, respuesta favorable a su solicitud y en dos meses estaría dedicando parte de sus vacaciones docentes a la formación voluntaria de menores extranjeros no acompañados. Aquel día compartió su euforia con sus rebeldes alumnos quinceañeros y mientras transmitía, emotiva y aturdida, valores hermosos, sus discípulos admiraron su valentía. Fue en casa donde sus padres cuestionaron su decisión plausible pero arriesgada; pero ella argumentó con sensatez y rivalizó los consejos paternos que se negaban a verla como la mujer que con veintiséis años era.
Los buscadores de destinos nuevos engañaban a sus estómagos con tragos de leche en polvo y con el sabor dulce de dos minúsculas galletas. Después de que el chico degustara el escaso menú de la cena, sintió necesidad de vaciar su vientre hinchado y en un amago de enderezar sus piernas el desconocido de al lado le advirtió, con susurros en wolof, del riesgo de perder el sitio que ocupaba. Él, ya en pie intentaba desentumecer sus piernas y mantenía el equilibrio en su minúsculo espacio. Entonces, miró incrédulo a su compatriota y atónito señaló a sus intimidades para buscar un gesto aprobatorio. Sin embargo, el cómplice dirigió la mirada a su entrepierna y se cercioró de que los ojos del muchacho también se detuvieran en ella. Cuando la visión del chico topó con aquella zona colorida, por la humedad amarillenta, comprendió la solución vecina. Aún así vaciló ante su única decisión, que al final desechó cuando el otro confesó su experiencia en su primer intento de alcanzar costa española. El chico deshizo sus recientes acciones sin pronunciar palabra: flexionó sus piernas, deslizó su cuerpo y acomodó su espalda mientras evacuó su orín sobre sí mismo. Por unos instantes se sintió desdichado ante la noche, sin embargo el desfile rítmico y elegante de la luna aminoró su tristeza y dejó que ésta meciera su sueño. CONTINUARÁ

domingo, 24 de enero de 2010

"CANSADA DE SER PRINCESA"


Llevabas dos días con mirada pensativa y actitud distante. Cumplías por inercia con tus rutinarias tareas. Obedecías sin protestas a las consignas maternas, que periódicamente recordaban que tu gruesa lengua tenía hueco en tu boca.
Eras receptora pasiva de las constantes caricias familiares que mimaban a tu ser, a tu persona. Tu sonrisa, era el eterno gesto que adornaba tu rostro; pero tus ojos almendrados se tornaban tristes, humedecidos por lágrimas invisibles en tu entorno y reservadas para ti. La experiencia te enseñó que llorar no era la estrategia de conseguir propósitos.
Cabizbaja abrillantabas la cubertería, para después colocarla con delicadeza en sus correspondientes apartados. La perfección ralentizaba cada día esta faena y tu madre siempre reforzaba tu plausible entrega. Mientras ella se ocupaba de recoger toda la cocina, charlaba contigo sobre la próxima sesión de natación que tanto te apasionaba. Sin embargo, ese día tú silenciabas las emociones de exhibirte ante Elías, tu entrenador preferido que siempre halagaba tu habilidad en el agua.
Cuando terminaste el quehacer del mediodía, te refugiaste en tu rincón reservado cerca de la chimenea. Te sentaste torpemente en el suelo, cruzaste tus piernas ayudándote con las manos y cogiste tu muñeca preferida para alisarle, por tercera vez al día, su larga melena dorada.
Tu madre presenció tu ensimismamiento y quiso hurgar en tus pensamientos, pero el ruido de la cerradura interrumpió aquella tentativa. Tu padre llamó a la princesa de la casa, pero tú no saliste a su encuentro. En respuesta escondiste al ser inanimado entre tu pecho y tapaste tus oídos. Mamá contempló perpleja y angustiada la escena: tú balanceabas con ritmo e intensidad tu cuerpo. Papá irrumpió en la cocina y volvió a llamarte princesa. Entonces tú, repentinamente le dirigiste una mirada represiva e imploraste, a voces y con tu tartamudez característica, que querías dejar de ser princesa para ser normal. Deseabas ser normal repetiste, mientras te rendiste a los sollozos que habías reprimido por miedo a la incomprensión.
Tus progenitores atónitos vacilaron en sus respuestas. La mirada de ella desafiaba la desidia masculina; pero él, por primera vez en quince años, no dominó la situación.
Mientras, aprovechaste para levantar tu cuerpo: primero flexionaste tu pierna derecha y sobre ella basculaste el resto de peso. Te esforzaste en que la premura acompañara tus movimientos y a pesar de que sólo tú accionabas tu cuerpo en aquella escena, una vez más la vida se empeñó en que la tuya fuera a rodaje lento.
Huiste a tu cuarto corriendo. Sola. Ni siquiera permitiste que tu barbie preferida escuchara tu lamento. Sola...