A los pocos días fuimos a cenar a casa de los abuelos para celebrar la Nochebuena. Cuando me enteré, también me puse loco de contento porque tampoco habíamos vuelto a salir después de que Blanca se marchó. Mis primos, los de Madrid, a los que hacía tiempo que no veía, también estarían. ¡Sería divertido! Mi abuela había preparado unas comidas muy sabrosas para aquella noche; aunque yo preferí cenar poquito e irme a estrenar los juguetes que los Reyes Magos habían dejado antes de tiempo en casa de mis tíos, los de Madrid. Mis primos me siguieron emocionados por la suerte que había tenido al recibir ya algunos regalos de los de Oriente. Papá animó a Isabel para que nos acompañara, pero ella prefirió quedarse toda la noche en el mismo sitio, enredando con su móvil, ajena a las conversaciones que entablaban mis padres, abuelos y tíos.
Después de jugar durante un largo rato, mi primo Javier sacó, sin permiso de la abuela, las panderetas que año tras año la mujer guardaba en el mismo baúl y se puso a cantarle a la Nochebuena. A mí no me gustó la idea, a la que se unieron sus dos hermanos y les advertí que mi madre se enfadaría porque ya no le gustaban las canciones. Sin embargo, ellos ni siquiera me escucharon, estaban los tres muy afanosos en entonar el mismo ritmo para voces y panderetas. Entonces decidí retirarme al pasillo para no ser partícipe de aquella algarabía, que pronto interrumpiría las voces de mi madre.
Minutos más tarde, vi cómo ésta se dirigía a la salita donde estaban actuando mis primos, pero me encontró al fondo del pasillo y cambió su dirección hacía mí. Antes que ella dijese algo, le prometí que yo no había cantado. Para mi sorpresa, mi madre me sonrió como hacía mucho que no sonreía, se acuclilló a mi lado acariciándome el pelo y me dijo que les enseñara a mis primos mi nuevo villancico. Muy feliz obedecí a mi madre y concluí la noche, noche de Nochebuena, siendo yo maestro de orquesta y mis primos unos magistrales aprendices.
No mostré el mismo entusiasmo cuando mamá nos comunicó a mí y a Isabel, que la Nochevieja la pasaríamos con los otros abuelos. Desde ese mismo momento, mi hermana me dejó claro que allí no se me ocurriera cantar el nuevo villancico, que a mí tanto me enorgullecía, porque a “la quisquillosa”, como ella le llamaba, no le haría la más mínima gracia. Mi abuela no me caía bien y a Blanca tampoco, a pesar de que ella había sido su nieta preferida. Era una mujer sería y siempre estaba triste por algo. Además, era poco cariñosa con nosotros tal como le había confesado mamá a la otra abuela una tarde mientras tomaban café y yo me hacía el dormido en el sofá.
Para empezar, el recibimiento de mi abuela me desagradó por completo, aún lo recuerdo: nada más abrir la puerta se abrazó llorando a mi padre, su hijo y empezó a llamar a Blanca. En aquel momento hasta dudé de si no se habría enterado de lo de Blanca. A mamá, a Isabel y a mí apenas nos saludó porque papá le agarró suavemente del brazo y se fue con ella a la cocina. Cuando regresaron junto a nosotros y el abuelo, un hombre de muy pocas palabras, ya no lloraba, aunque sus ojos estaban igual de rojos que los que se le ponían a mamá. Cenamos casi en silencio. El abuelo presidía la mesa frente a una enorme ampliación de una foto de Blanca, vestida de comunión, que colgaba de la pared. Debía de ser nueva, pensé, y fascinado no le quité ojo en toda la velada. Velada que, por suerte, la abuela dio por concluida muy pronto e hizo caso omiso a la sugerencia que hacía papá de comer las uvas y recibir el año todos juntos. “No estamos para fiestas” fue su única respuesta. A las once estábamos de regreso a casa. Poco más tarde, acostados.
Fue al día siguiente cuando eché de menos la carta que le había escrito, yo solito, a los Reyes Magos. Isabel pronto notó mi preocupación y, antes de ayudarme a buscarla, se le ocurrió preguntarle a mamá. Ella siempre encontraba todo, me convenció. En efecto, y para mi alivio, mamá me dijo que no tenía de qué preocuparme, que la carta la había enviado papá hacía unos días y que seguro que los Reyes Magos ya la habían recibido. De cualquier manera, tenía que ponerme a escribir otra, algo importante había olvidado. Mamá me preguntó que de qué se trataba y se ofreció a echarme una mano. Le conté que quería un regalo para que Blanca jugase en el cielo y rechacé su ayuda, porque yo ya era mayor, le recordé que ya iba a primero. Me abrazó. Ese día también lloró.
Aquella mañana, seis de enero, supe que mamá nunca mentía cuando decía que yo era un niño bueno; los Reyes me habían concedido todos los deseos que les había pedido, incluso el de Blanca.
Mamá esa mañana me acompañó a abrir otros regalos que yo no había pedido vestida con un pantalón vaquero y un jersey de lana blanco. Nunca más volvió a vestir de negro, era mi primer deseo. Estaba guapísima, y papá no dejaba de piropearle mientras me guiñaba un ojo.
El segundo deseo era que papá volviese a reír y, aunque sus carcajadas tardaron unos cuantos meses en aparecer, dejó de estar triste y retomamos nuestros juegos.
Otra petición: escuchar a mamá cantar. Aquel mismo día entonó mi villancico preferido, que para mi sorpresa se sabía.
El último regalo era el que pedí para mi hermanita Blanca. Mamá y papá señalaron en el cielo la nube que los de Oriente dejaron para ella. Desde entonces, y aunque ya han pasado seis años, Blanca sigue teniendo su propia nube durante el día y la misma estrella durante la noche.