El chico enmudeció hasta pisar tierra. Sucedió dos días después de la despedida de Iniko. Uno de los patrones divisó a lo lejos un bulto, que el recorrido de millas trasformó en tierra. Entonces, él sonrió. Miró atrás, dedicó el triunfo a su amigo y deseó que, al menos, el mar escupiera su cuerpo.
En aquellos momentos, sólo quedaba rezar para que la aventura de sueños prosiguiera su curso secreto. Pero la suerte volvió a abandonarles sin escrúpulos. Un helicóptero de la Guardia Civil avistó el cayuco y los esclavos de la clandestinidad prosiguieron su rumbo, a sabiendas de que pronto serían interceptados y muchos de ellos deportados de inmediato a su origen.
Horas más tardes llegaron por sus propios medios a la playa guanche de “Las Américas”. Eran las cuatro y media de la mañana. Casi todos precisaron ayuda para desembarcar; sus cuerpos hipotérmicos y deshidratados titubeaban en el equilibrio. El chico también tiritaba y aunque enseguida cubrieron su cuerpo con una manta, la necesidad de saciar la sed de dos días era mayor. Por ello suplicó agua; sus labios hinchados por el sol y la sal, testificaban esa tortura, así como las consecuencias de haberla aliviado con agua marina.
Ese día fueron protagonistas anónimos de los medios de comunicación que filmaron la llegada de su cayuco. La noticia recogía que ochenta y cinco inmigrantes, entre los cuales había un bebé y catorce posibles menores, habían llegado a nuestro país en condiciones lamentables y no descartaban encontrar algún cadáver en el mar.
Su retrasmisión, a las pocas horas, permitió que los ojos de ella toparan por primera vez con los del él. Ella atenta a la noticia, percibió un mensaje en aquellos ojos tristes que contrastaban, casi a la perfección, el color blanco con la pigmentación oscura de sus pupilas. Pero la persistente llamada telefónica de su actual pareja, hizo que su concentración se esfumara.
Reprochó al interlocutor la insistencia que le desterró del centro de interés que la ocupaba. El aludido incriminó de inédita y obsesiva aquella vocación y la discusión que últimamente les acompañaba, retornó un día más con gritos que manifestaban irritación, protesta. Era presumible que no concluirían con un entendimiento.
Ella colgó malhumorada y una vez más percibió aquel sentimiento desconocido, que últimamente le asediaba cuando estaba con su chico. Esta vez no lo rechazó, ni relegó al olvido, dejó que éste impregnará su corazón y confesara que tal vez aquel amor se extinguió como un papel, al que cuando se le prende fuego, dura hasta que se consume y quema. Entonces volvió a coger su móvil, tecleó unas cuantas letras y envió un mensaje para concertar una cita con su reciente crítico.
Él y sus compañeros fueron trasladados al Centro de Internamiento más próximo. Allí permanecería cuarenta días, donde pocos preguntarían su nombre. Un número le asignaron para identificarle y le hicieron una prueba radiológica para estipular una edad cronológica que sentenciaría su estancia en España o su repatriación inmediata. Pero… afortunadamente la suerte esbozó su sonrisa cuando la prueba dictaminó, con un error de ocho años de diferencia, que el chico tenía diecisiete primaveras. CONTINUARÁ
En aquellos momentos, sólo quedaba rezar para que la aventura de sueños prosiguiera su curso secreto. Pero la suerte volvió a abandonarles sin escrúpulos. Un helicóptero de la Guardia Civil avistó el cayuco y los esclavos de la clandestinidad prosiguieron su rumbo, a sabiendas de que pronto serían interceptados y muchos de ellos deportados de inmediato a su origen.
Horas más tardes llegaron por sus propios medios a la playa guanche de “Las Américas”. Eran las cuatro y media de la mañana. Casi todos precisaron ayuda para desembarcar; sus cuerpos hipotérmicos y deshidratados titubeaban en el equilibrio. El chico también tiritaba y aunque enseguida cubrieron su cuerpo con una manta, la necesidad de saciar la sed de dos días era mayor. Por ello suplicó agua; sus labios hinchados por el sol y la sal, testificaban esa tortura, así como las consecuencias de haberla aliviado con agua marina.
Ese día fueron protagonistas anónimos de los medios de comunicación que filmaron la llegada de su cayuco. La noticia recogía que ochenta y cinco inmigrantes, entre los cuales había un bebé y catorce posibles menores, habían llegado a nuestro país en condiciones lamentables y no descartaban encontrar algún cadáver en el mar.
Su retrasmisión, a las pocas horas, permitió que los ojos de ella toparan por primera vez con los del él. Ella atenta a la noticia, percibió un mensaje en aquellos ojos tristes que contrastaban, casi a la perfección, el color blanco con la pigmentación oscura de sus pupilas. Pero la persistente llamada telefónica de su actual pareja, hizo que su concentración se esfumara.
Reprochó al interlocutor la insistencia que le desterró del centro de interés que la ocupaba. El aludido incriminó de inédita y obsesiva aquella vocación y la discusión que últimamente les acompañaba, retornó un día más con gritos que manifestaban irritación, protesta. Era presumible que no concluirían con un entendimiento.
Ella colgó malhumorada y una vez más percibió aquel sentimiento desconocido, que últimamente le asediaba cuando estaba con su chico. Esta vez no lo rechazó, ni relegó al olvido, dejó que éste impregnará su corazón y confesara que tal vez aquel amor se extinguió como un papel, al que cuando se le prende fuego, dura hasta que se consume y quema. Entonces volvió a coger su móvil, tecleó unas cuantas letras y envió un mensaje para concertar una cita con su reciente crítico.
Él y sus compañeros fueron trasladados al Centro de Internamiento más próximo. Allí permanecería cuarenta días, donde pocos preguntarían su nombre. Un número le asignaron para identificarle y le hicieron una prueba radiológica para estipular una edad cronológica que sentenciaría su estancia en España o su repatriación inmediata. Pero… afortunadamente la suerte esbozó su sonrisa cuando la prueba dictaminó, con un error de ocho años de diferencia, que el chico tenía diecisiete primaveras. CONTINUARÁ