"CAPÍTULO II"
Al cuarto día, muy a su pesar, Paulo abandonó su tierra. No importó su desazón, ni las inexplicables y presurosas despedidas, ni siquiera que era primavera y los campos contiguos recobraban la belleza arrebatada por el invierno. De ninguna manera su progenitor aceptó que acabará el trimestre en la escuela unitaria del pueblo donde estaba matriculado desde los tres años. -Tu matrícula ha sido trasladada al nuevo colegio- era el único argumento paternal.
El periodo de adaptación se tornó turbio y fastidioso. Su estómago se oprimía cada mañana y sólo era liberado por una repentina vomitona, que anunciaba el inicio lectivo. Y es que el cambio fue abismal: su clase rural estaba cuadriplicada en alumnos de su mismo nivel, sus profesores no eran como su maestra Anita, los pasillos eran laberintos que adentran a más aulas y las novatadas del internado eran muy molestas.
Contaba todos los días de la quincena que le devolverían el aire puro de su comarca, la presencia de sus amigos y niñera, incluso la audición de aquellos alaridos agonizantes. Y a pesar de todo, el tiempo ayudó a que Paulo se habituara a las nuevas rutinas y compañías.
El primer trayecto a casa fue silencioso, sólo interrumpido por adulos paternos que pretendían recuperar una utópica complicidad. Pero el muchacho se mantenía ajeno a toda aquella palabrería selecta; viajaba inmerso contrastando el trivial paisaje urbano que los kilómetros transformaron en elegantes campos caprichosos por naturaleza.