Escondo mi medio rostro debajo de una amplia visera y tras unas opacas gafas. Sólo un ojo, que si tuviera gemelo sería hasta bello, pero por ser uno horroriza. Media nariz. Un labio aplastado y color de la gangrena. La tinta de este retrato fue la explosión de una bombona de gas, cuando apenas tenía cuatro años. Y después de veintiocho, todavía dicen que estoy vivo de milagro, pero esto no es vida, es supervivencia.
Aborrecí mi infancia por la crueldad de los niños que me llamaban “monstruito”, por las lágrimas diarias de mi madre, porque mi cuento no terminaba como el del patito feo.
La primera tentativa de suicidio se me desveló a los once años, pero ni siquiera lo intenté; aún deseaba supervivir con la esperanza de recibir un transplante de cara, con el deseo de que regresara mi padre arrepentido por el abandono. También ansiaba que las lágrimas de mi madre se secaran; a veces hasta desee que sus lágrimas fueran veneno y la mataran si su llanto no cesaba.
En la adolescencia me dejó de preocupar el rechazo de mis iguales, las miradas de la gente, los insultos de los desalmados. Sólo evitaba toparme con algún espejo o cristal que pudiera dañar mi autoestima, estos eran mis peores enemigos. Me motivaban los sobresalientes de mis notas, me frustraban las calificaciones inferiores después de dedicarme exclusivamente al estudio. Odiaba que alguien pretendiese ser mi amiga por lástima y digo bien amiga, porque ellos nunca lo intentaron.
Con los años, descubrí que a mi soledad le salvaba el retorno temporal, pero fiel, de las grullas. En silencio las visitaba en aquel paraje y nunca se asustaron de mi presencia.
Fue allí cuando conocí a Anita, una mujer tan bella como valiente. Cada semana en tiempo de grullas andaba, guiada por un bastón, el sendero que le llevaba a estas aves. Nunca las vio, ni las vería, pero sentía su vuelo, olía el retorno y quedaba ensimismada por la mezcla de graznidos que emitían potentes las más adultas, suaves y prolongados las más jóvenes.
. Después de muchos encuentros, los primeros casuales, el resto pactados, tocó mi rostro, inspeccionó con detalles y no retiró su mano. Yo moría de miedo. Confesó que le había enamorado. Yo también me declaré. Eso era amor –pensé – me ama a tientas.