CAPÍTULO I
Paulo nació en un pequeño pueblo extremeño, de calles angostas y casas idénticas en enfoscados y estructuras, que respetaban su idiosincrasia patrimonial. Era hijo único de padres distinguidos que inmigraron al lejano municipio serrano, para buscar la salud de una esposa alicaída por un embarazo complicado, que le empotró de por vida en un lecho de tristeza abismal.
Paulo desde bebé se enfrentó al rechazo maternal, recordado a diario por alaridos trémulos que auguraban mal presagio. El padre, de adusto carácter, disfrazaba aquel repudio justificándolo de demencial, pero pocas veces concilió un acercamiento.
Sin embargo, el niño tuvo el arrullo de su tata Manuela, que lo mimaba como si fuera su unigénito y lo educaba cuando el padre se ausentaba durante largas temporadas a la capital española, para asegurar sus negocios. Era entonces, cuando Paulo gozaba plenamente del juego compartido entre las travesuras más inocentes, que le permitían embarrar y romper sus mejores ropas y huir del ulular que tanto le abrumaba.
Un día el padre regresó de imprevisto y no encontró a Paulo en su arduo estudio. Enojado le preguntó a Manuela por el muchacho, al que disculpó con un descanso merecido. El padre se asomó al pretil, que adornaba la calle y descubrió al muchacho, que corría para salvarse en el juego del picaporte. Una única llamada represiva retumbó en eco, y reclamaba la inmediata presencia de Paulo en la casa. El saludo fue frío, la reprimenda larga y rigurosa, con una propuesta que no admitía contemplaciones: trasladar su educación fuera de aquel pueblo, que el adulto tanto detestaba. CONTINUARÁ