Es primavera. Los campos contiguos del pueblo extremeño recobran la belleza arrebatada por el invierno, pero Tina tirita de miedo. Su cuerpo convulsiona de frío. Huye del último golpe, que con premeditación azuzó los cardenales, nunca desteñidos. Lanza un grito de lamento, que agoniza su propia historia. Una historia de tintes tristes y matices amargos.
Recorre tambaleándose la callejuela estrecha y maloliente que le aleja de su cárcel y carcelero. El temor a la persecución y arresto, incita a su mirada a rastrear el camino andado y es un alivio comprobar que por un momento es libre. Su libertad se vio presa, el día que lució, con orgullo, un vestido blanco para ir a la Iglesia. Desde entonces, aprendió a perdonar lo imperdonable, a tolerar lo intolerante, a llorar en silencio, a silenciar el llanto, a morir viviendo, a vivir deseando morir.
La hinchazón de su ojo derecho amenaza con reventar, si no pone los paños fríos que otras veces calman el dolor. Pero esta vez no dispone de tiempo para atender a sus lesiones; sólo quiere caminar sin rumbo. Adopta un paso metódico, propio de un vagabundo; con la cabeza cabizbaja su cuerpo apenas esboza su sombra.