Recorres los quince kilómetros de sendero escoltada por viejos pinares. El polvo se adhiere al negro de tu nuevo suzuki, en una tarde gélida, salpicada de nubes grises, retratos de fantasmas. Reduces la marcha a segunda, para demorar con diez minutos la llegada a casa.
Observas rodadas recientes de la moto de Mario, que anuncian soledad en una hectárea de finca adornada por un caserón pedregoso.
Aparcas justo al lado del porche de madera. Ya apagado el motor, se oye el canto de los jilgueros. Miras reticente por los cristales, para después comprobar que los seguros del vehículo te ponen a salvo. Relajas por unos instantes tu cuerpo tenso en el asiento de cuero; pero un profundo suspiro acaba con tu inactividad.
El ruido crepitante del cuarterón, augura tu miedo; abres y cierras con tanta premura, que tus movimientos se vuelven torpes. Consciente de tu latido descarrilado, sientes que tus mejillas se ruborizan y exclamas que ya no puedes más.
Mientras las baldosas viejas revelan tu paseo a la cocina; buscas argumentos para disuadir a Mario, de que la estancia heredara de la abuela también lega terror siempre que estás solas; de que los naranjos y los cerezos, no precisan de cuidado diarios; de que la ciudad también alberga importantes musas.
Te paralizas al oír el primer ruido, hoy más intenso. Un pulso intenso azuza tu cuerpo. Cierras los ojos, robas un buena bocanada al aire y retomas tu marcha. Llegas a la cocina, pero a tu hambre la ahuyentó el miedo. Te obligarás –repites-, porque estás perdiendo peso desde que abandonaste la ciudad.
Ya en el comedor, tu cuchara navega en el caldo de verdura y hunde a los escasos fideos sabrosos. El ruido insiste en su verbena, primero con un estruendo grave que el tiempo desgasta, y luego con notas agudas que finalizan; pero que también devuelven el mismo repertorio, la misma zozobra punzante.
La ingesta de una doble tila sólo templa a tu estómago. Sin embargo, decides asomarte al vestíbulo principal, que despliega la escalinata de canto, para insistir en la misma pregunta; quieres averiguar si hay alguien. Pero... hoy también, la respuesta te devuelve tu mismo eco. Regresas a tu sitio pero de camino volteas el retrato de los abuelos de Mario.
- Iros- murmuras, –descansad en paz –suplicas mientras masajeas, con furor y cabizbaja, tus sienes. El golpazo de una puerta replica tu ruego. Entonces... un paso marcial te embriaga y subes a la planta, que sepulta los ruidos que te enloquecen. CONTINUARÁ
Observas rodadas recientes de la moto de Mario, que anuncian soledad en una hectárea de finca adornada por un caserón pedregoso.
Aparcas justo al lado del porche de madera. Ya apagado el motor, se oye el canto de los jilgueros. Miras reticente por los cristales, para después comprobar que los seguros del vehículo te ponen a salvo. Relajas por unos instantes tu cuerpo tenso en el asiento de cuero; pero un profundo suspiro acaba con tu inactividad.
El ruido crepitante del cuarterón, augura tu miedo; abres y cierras con tanta premura, que tus movimientos se vuelven torpes. Consciente de tu latido descarrilado, sientes que tus mejillas se ruborizan y exclamas que ya no puedes más.
Mientras las baldosas viejas revelan tu paseo a la cocina; buscas argumentos para disuadir a Mario, de que la estancia heredara de la abuela también lega terror siempre que estás solas; de que los naranjos y los cerezos, no precisan de cuidado diarios; de que la ciudad también alberga importantes musas.
Te paralizas al oír el primer ruido, hoy más intenso. Un pulso intenso azuza tu cuerpo. Cierras los ojos, robas un buena bocanada al aire y retomas tu marcha. Llegas a la cocina, pero a tu hambre la ahuyentó el miedo. Te obligarás –repites-, porque estás perdiendo peso desde que abandonaste la ciudad.
Ya en el comedor, tu cuchara navega en el caldo de verdura y hunde a los escasos fideos sabrosos. El ruido insiste en su verbena, primero con un estruendo grave que el tiempo desgasta, y luego con notas agudas que finalizan; pero que también devuelven el mismo repertorio, la misma zozobra punzante.
La ingesta de una doble tila sólo templa a tu estómago. Sin embargo, decides asomarte al vestíbulo principal, que despliega la escalinata de canto, para insistir en la misma pregunta; quieres averiguar si hay alguien. Pero... hoy también, la respuesta te devuelve tu mismo eco. Regresas a tu sitio pero de camino volteas el retrato de los abuelos de Mario.
- Iros- murmuras, –descansad en paz –suplicas mientras masajeas, con furor y cabizbaja, tus sienes. El golpazo de una puerta replica tu ruego. Entonces... un paso marcial te embriaga y subes a la planta, que sepulta los ruidos que te enloquecen. CONTINUARÁ