miércoles, 8 de diciembre de 2010

"ES NOCHEBUENA, LA CENA SE ENFRÍA"

CAPÍTULO I

Sola barriendo la calle, buscas tu alcoba para la noche. De lejos observas el cajero y repites en alto que ya sabes donde abrigar tu sueño. La Señora Carmen, de vez en cuando, te aconseja que acudas a los albergues; pero ya le explicaste que en aquellas camas duelen los huesos que están acostumbrados a la dureza del suelo.

Luego vagueas, paseando el carro de tus pertenencias, hasta que llegas a tu esquina preferida. Te deslizas poco a poco y te acomodas sobre un cartón en el frío suelo. El vino, tu único y fiel compañero, calienta tu cuerpo y olvida tu nombre –que sólo tú recuerdas-.

Colocas un vaso renegrido en el suelo, por si alguien te da limosna y ocultas tu rostro entre las piernas para evadirte de tu propia vida. La mayoría de las veces lo consigues con la embriaguez, y hasta ríes. Pero hoy ya oscurece, la gente escapa a los hogares y tú maldices el alumbrado navideño de calles y escaparates.

De manera inesperada te acosan recuerdos de tu última Navidad en familia; recuerdos que quieres enterrar para siempre, pero que resucitan cada año por estas fechas. Aprietas tus sienes para calmarte, bebes un generoso trago de tu única bebida y apiñas tus ojos para sacudir tu mente. Alternas tu pesar con una cantarina monótona, pero al instante remite y, sigilosa, escuchas el caminar fino de unos tacones que se aproximan y que delatan la presencia de la Señora Carmen. – Tacones que yo también lucí- balbuceas.

Se inclina sobre ti para interesarse por tu estado, pero tú ignoras sus preguntas. Ella ya conoce esa actitud poco amigable y decide dejarte la cena en tu amplio asiento. Sin embargo y de manera impulsiva, tomas el recipiente de aluminio y lo lanzas a los pies de Carmen, a pesar que desde hace dos meses te da comida caliente. Además maldices, en tono elevado, su caridad y le reprochas que no te da vino, ni dinero para comprarlo. Pero ahora es ella quién te ignora, pues deshace su camino recobrando su gentil aspecto. Tú sigues despotricando palabras que no llaman la atención de los transeúntes, pero sí lo hace el olor hediondo de tu cuerpo y aliento.

Cuando la ciudad silencia por completo, decides trasladarte al cajero y haces virguerías para recobrar el equilibrio de tu escuálida figura. El cajero está libre pero no duermes y cuando lo haces te despierta sobresaltada el rostro de Carmen, el de tus hijos y el tuyo propio – que ya no reconoces-. CONTINUARÁ