viernes, 5 de noviembre de 2010

"CAPRICHOS DE LA VIDA"


"CAPÍTULO III"

Cuando llegó al final de la carretera que descendía al pueblo, vio correr a los ocho niños del municipio que sagaces aguardaban su llegada. Todos le esperaban en la fachada pedregosa de su casa, distinguida de las aledañas sólo por el pulimento intacto de la madera. Manuela presidía el grupo, con su mismo delantal bordado, y los chiquillos con el balón para disputar el partido pendiente.

Su nana le estrechó entre los brazos, besó su frente y todos los demás se abalanzaron sobre él. ¡Cuánto los había echado de menos! Manuela le sugirió una merienda de chocolate con churros. Él ideó que la degustación fuese compartida con los presentes. La niñera miró al padre, ocupado en descargar el equipaje, quién finalmente asintió con la cabeza.

Afanosos remojaban los churros en el espeso chocolate, para luego saborearlos y dejar en los labios un cerco, que delataba al más goloso, Paulo. Entonces, comenzaron los gritos lastimeros, que en once años era la primera vez que entonaban el nombre del muchacho. La nana desvió sus quehaceres para observar la reacción del joven, el padre le imploró con una mirada piedad y él, también por primera vez, se reveló ante los adultos. Se negó a visitar a aquella dama enclaustrada entre la oscuridad y olores enfermizos, que siempre le había culpado de su estado. Nadie reprochó su actitud, pero el dulce de la merienda se volvió amargo y abrumado abandonó el festín. Los muchachos le acompañaron hasta la calle y el verdor del aire disipó su ira.

El corto fin de semana discurrió placentero. Por las mañanas, durante dos horas, repasaba bajo vigilia la lección de la semana y luego se divertía sin restricciones excesivas. Sin embargo, la tarde del domingo fue tan penosa como la primera vez que marchó. Sus ruegos resultaron vanos; la postura intransigente de su padre mostró el desprecio hacia su pueblo, hacia su gente.