Los demás pasajeros parecían recelosos de aquella amistad; y aunque ya no enmudecían con la misma frecuencia, a su diálogos sólo los mantenía la valoración y predicción del tiempo.
Pero la buena suerte empezó a disiparse al séptimo día, cuando se preveía divisar costa española. El calor acentuaba la repugnante fragancia cada vez más intensa. Los patrones se mostraban nerviosos, desorientados y contagiaron la incomodidad a todos los pasajeros, excepto al bebé, que ajeno a toda sensación balbuceaba los nuevos sonidos aprendidos recientemente.
La confusión de los anfitriones se acentuaba y comenzaban a culparse recíprocamente del declarado extravío. Iban y venían a los sacos mermados de las provisiones, sudaban y despeinaban una y otra vez sus grasientos cabellos; como si así pudieran desenterrar alguna escondida solución.
El chico quiso que su aliado opinara sobre el futuro inmediato. Pero éste por primera vez parecía desazonado y le rogó calma.
En el octavo día, tampoco hubo rastro de costa cercana y aquella noche el chico lloriqueó entre sueños angustiados.
Miedo. Desánimo. Hambre resistente a ser matada con exiguos bocados, cada vez más insípidos.
Noveno día. Debilidad. Esperanza oscura tapizada con el día tormentoso, que empujaba con rabia el rumbo de la embarcación. Las horas pasaban muertas perdidas en el tiempo y en cada una de ellas, todos esperaban el engañoso bocado, que nunca más llegó. Hambruna y sed maliciosa arremetieron azarosas contra los cuerpos más frágiles. Más debilidad. Menos esperanza.
Durante aquel día, el chico malogró liberar a su amigo del estado inerte que le apresaba. Iniko permanecía en un estado febril, difícil de ser controlado. El chico, asustado, extrajo de su saco un paño limpio, que empapó reiteradamente en agua marina y colocó sin descanso en la ardiente frente y nuca del paciente. Éste varias veces intentó disimular su malestar, pero la tos continua que le desgarraba el vientre se lo impedía. El chico también le donó, de sus provisiones, la leche en polvo que aún no había usado, pero la fiebre no remitió ni durante el pesado día ni durante la larga noche.
Y así, sin un punto y aparte llegó el día siguiente. El cayuco seguía perdido en aguas atlánticas. Más desvanecimiento por cada minuto. Más temor por cada segundo. Resignación. Convulsiones violentas sacudían con más frecuencia los músculos de Iniko, que ya no abría los ojos. Todos temían lo peor, pero nadie murmuraba palabra. Sólo el chico rezaba, a veces en silencio… otras a gritos. Pedía piedad. Piedad para su amigo que luchaba sin fuerzas contra el peor enemigo: su muerte. Ésta finalmente venció la batalla, propinándole a Iniko un último escalofrío, el más intenso, que blanqueó hasta su oscuro semblante y relajó para siempre sus facciones y extremidades.
Sus últimas palabras lúcidas o delirantes fueron para augurarle al chico que él sí alcanzaría su sueño.
Entonces el chico lloró, lloró como un niño; golpeó el rostro del fallecido como si pudiera despertarle del último sueño, profirió a voces su nombre y dejó desenmascarada una profunda tristeza, difícil de borrar para el tiempo.
Silencio. Silencio compañero de luto. Luto riguroso de silencio. El viejo patrón palpó la muñeca que cercioró la muerte, pero aún pasaron varias horas hasta que el cuerpo fue arrojado al mar. Una mar que engulló de un trago al pesado cuerpo y al trapo convertido en flor, con el que el chico quiso homenajear a su único amigo de penurias, ya convertido en un triste recuerdo. CONTINUARÁ
Pero la buena suerte empezó a disiparse al séptimo día, cuando se preveía divisar costa española. El calor acentuaba la repugnante fragancia cada vez más intensa. Los patrones se mostraban nerviosos, desorientados y contagiaron la incomodidad a todos los pasajeros, excepto al bebé, que ajeno a toda sensación balbuceaba los nuevos sonidos aprendidos recientemente.
La confusión de los anfitriones se acentuaba y comenzaban a culparse recíprocamente del declarado extravío. Iban y venían a los sacos mermados de las provisiones, sudaban y despeinaban una y otra vez sus grasientos cabellos; como si así pudieran desenterrar alguna escondida solución.
El chico quiso que su aliado opinara sobre el futuro inmediato. Pero éste por primera vez parecía desazonado y le rogó calma.
En el octavo día, tampoco hubo rastro de costa cercana y aquella noche el chico lloriqueó entre sueños angustiados.
Miedo. Desánimo. Hambre resistente a ser matada con exiguos bocados, cada vez más insípidos.
Noveno día. Debilidad. Esperanza oscura tapizada con el día tormentoso, que empujaba con rabia el rumbo de la embarcación. Las horas pasaban muertas perdidas en el tiempo y en cada una de ellas, todos esperaban el engañoso bocado, que nunca más llegó. Hambruna y sed maliciosa arremetieron azarosas contra los cuerpos más frágiles. Más debilidad. Menos esperanza.
Durante aquel día, el chico malogró liberar a su amigo del estado inerte que le apresaba. Iniko permanecía en un estado febril, difícil de ser controlado. El chico, asustado, extrajo de su saco un paño limpio, que empapó reiteradamente en agua marina y colocó sin descanso en la ardiente frente y nuca del paciente. Éste varias veces intentó disimular su malestar, pero la tos continua que le desgarraba el vientre se lo impedía. El chico también le donó, de sus provisiones, la leche en polvo que aún no había usado, pero la fiebre no remitió ni durante el pesado día ni durante la larga noche.
Y así, sin un punto y aparte llegó el día siguiente. El cayuco seguía perdido en aguas atlánticas. Más desvanecimiento por cada minuto. Más temor por cada segundo. Resignación. Convulsiones violentas sacudían con más frecuencia los músculos de Iniko, que ya no abría los ojos. Todos temían lo peor, pero nadie murmuraba palabra. Sólo el chico rezaba, a veces en silencio… otras a gritos. Pedía piedad. Piedad para su amigo que luchaba sin fuerzas contra el peor enemigo: su muerte. Ésta finalmente venció la batalla, propinándole a Iniko un último escalofrío, el más intenso, que blanqueó hasta su oscuro semblante y relajó para siempre sus facciones y extremidades.
Sus últimas palabras lúcidas o delirantes fueron para augurarle al chico que él sí alcanzaría su sueño.
Entonces el chico lloró, lloró como un niño; golpeó el rostro del fallecido como si pudiera despertarle del último sueño, profirió a voces su nombre y dejó desenmascarada una profunda tristeza, difícil de borrar para el tiempo.
Silencio. Silencio compañero de luto. Luto riguroso de silencio. El viejo patrón palpó la muñeca que cercioró la muerte, pero aún pasaron varias horas hasta que el cuerpo fue arrojado al mar. Una mar que engulló de un trago al pesado cuerpo y al trapo convertido en flor, con el que el chico quiso homenajear a su único amigo de penurias, ya convertido en un triste recuerdo. CONTINUARÁ