jueves, 11 de febrero de 2010

CAPÍTULO III
Tan sólo un detalle distinguía al chico del resto: su amistad con Iniko. Ambos se sentían afortunados de acompañar a la soledad del otro, de narrar sus historias para que no quedasen en el olvido, de brindar con palabras por dos futuros paralelos.
Los demás pasajeros parecían recelosos de aquella amistad; y aunque ya no enmudecían con la misma frecuencia, a su diálogos sólo los mantenía la valoración y predicción del tiempo.
Pero la buena suerte empezó a disiparse al séptimo día, cuando se preveía divisar costa española. El calor acentuaba la repugnante fragancia cada vez más intensa. Los patrones se mostraban nerviosos, desorientados y contagiaron la incomodidad a todos los pasajeros, excepto al bebé, que ajeno a toda sensación balbuceaba los nuevos sonidos aprendidos recientemente.
La confusión de los anfitriones se acentuaba y comenzaban a culparse recíprocamente del declarado extravío. Iban y venían a los sacos mermados de las provisiones, sudaban y despeinaban una y otra vez sus grasientos cabellos; como si así pudieran desenterrar alguna escondida solución.
El chico quiso que su aliado opinara sobre el futuro inmediato. Pero éste por primera vez parecía desazonado y le rogó calma.
En el octavo día, tampoco hubo rastro de costa cercana y aquella noche el chico lloriqueó entre sueños angustiados.
Miedo. Desánimo. Hambre resistente a ser matada con exiguos bocados, cada vez más insípidos.
Noveno día. Debilidad. Esperanza oscura tapizada con el día tormentoso, que empujaba con rabia el rumbo de la embarcación. Las horas pasaban muertas perdidas en el tiempo y en cada una de ellas, todos esperaban el engañoso bocado, que nunca más llegó. Hambruna y sed maliciosa arremetieron azarosas contra los cuerpos más frágiles. Más debilidad. Menos esperanza.
Durante aquel día, el chico malogró liberar a su amigo del estado inerte que le apresaba. Iniko permanecía en un estado febril, difícil de ser controlado. El chico, asustado, extrajo de su saco un paño limpio, que empapó reiteradamente en agua marina y colocó sin descanso en la ardiente frente y nuca del paciente. Éste varias veces intentó disimular su malestar, pero la tos continua que le desgarraba el vientre se lo impedía. El chico también le donó, de sus provisiones, la leche en polvo que aún no había usado, pero la fiebre no remitió ni durante el pesado día ni durante la larga noche.
Y así, sin un punto y aparte llegó el día siguiente. El cayuco seguía perdido en aguas atlánticas. Más desvanecimiento por cada minuto. Más temor por cada segundo. Resignación. Convulsiones violentas sacudían con más frecuencia los músculos de Iniko, que ya no abría los ojos. Todos temían lo peor, pero nadie murmuraba palabra. Sólo el chico rezaba, a veces en silencio… otras a gritos. Pedía piedad. Piedad para su amigo que luchaba sin fuerzas contra el peor enemigo: su muerte. Ésta finalmente venció la batalla, propinándole a Iniko un último escalofrío, el más intenso, que blanqueó hasta su oscuro semblante y relajó para siempre sus facciones y extremidades.
Sus últimas palabras lúcidas o delirantes fueron para augurarle al chico que él sí alcanzaría su sueño.
Entonces el chico lloró, lloró como un niño; golpeó el rostro del fallecido como si pudiera despertarle del último sueño, profirió a voces su nombre y dejó desenmascarada una profunda tristeza, difícil de borrar para el tiempo.
Silencio. Silencio compañero de luto. Luto riguroso de silencio. El viejo patrón palpó la muñeca que cercioró la muerte, pero aún pasaron varias horas hasta que el cuerpo fue arrojado al mar. Una mar que engulló de un trago al pesado cuerpo y al trapo convertido en flor, con el que el chico quiso homenajear a su único amigo de penurias, ya convertido en un triste recuerdo. CONTINUARÁ

domingo, 7 de febrero de 2010

"EN NOMBRE DE INIKO"

CAPÍTULO II
El chico despertó sobresaltado. Mientras, la luna huía presurosa, para esconderse de la melodía con la que el amanecer irrumpe y da la bienvenida al día. Su mente evocó el último recuerdo de ayer: su orín, ya seco, que dejó un olor nauseabundo y el esbozo del que fue su cerco. Indagó en el baúl de su memoria para buscar algún recuerdo parecido, pero no había rastro, ni consuelo. Giró su cuello y contempló el rostro de su sabio compañero, aún sumido en un profundo sueño.
-No es su primer intento, no es su primer intento -repetía una voz interior, que acosaba a sus remordimientos.
Inconsciente sacudió su cabeza, para desprender de ella esos pensamientos. El otro, también despertó algo sobresaltado al intuir, casi por instinto, que dos ojos oscuros le atisbaban preocupados. Saludó los buenos días y describió un trayecto cada vez más corto. El chico respondió con cortesía y se alegró de oír su propia voz, que al principio parecía distinta; la sequedad de la mudez tiñó su timbre.
El hombre amistoso tendió su mano, para presentar su nombre: Iniko, que significa nacido en tiempos difíciles. El chico al unísono emitió el suyo; pero las primeras palabras sonaron retumbantes y lo hicieron inaudible, pero visible para los ojos receptivos que pudieron leer los labios del muchacho.
El resto de viajeros seguía velando al silencio de palabras, de gestos y miradas. Pero… sucedió algo mágico que elogió el sueño y la esperanza de todos los allí presentes: la madre primeriza se atrevió a entonar, casi en sigilo, una canción patriótica que dedicó al pequeño acurrucado entre sus brazos. Entonces Iniko, sin previo aviso ni permiso, cantó a su compás el estribillo. La mujer le miró complacida; el bebé gorjeó satisfecho; el chico, tímido también afinó su voz con el mismo propósito y progresivamente se fueron uniendo al coro voces y más voces, que subieron al cielo y evocaron los colores: verde, amarillo y rojo de la bandera senegalesa.
Canción tras canción, agilizaban el tiempo hasta que las gargantas se resintieron y retornó el silencio. Más silencio, a veces un tanto incómodo.
Dos de los tripulantes sirvieron una ración de arroz cocido, con un coscojo de pan de centeno y un vaso de agua endulzada para quienes quisieran. Algunos ingerían la comida con avidez y otros racionaban con pulcritud cada bocado, para ralentizar la próxima sensación de hambre. Alguien, del otro extremo donde estaba el chico, se levantó para trasladarse a una esquina reservada de la embarcación; allí antepuso un saco para delimitar un espacio íntimo y defecó. Nadie miró, no era el primero. Cuando regresó a su sitio de descanso, se arrepintió de haber satisfecho sus necesidades; habían usurpado su sitio. Enojado lo reclamó pero uno de los patrones le advirtió que el otro ganaba, que nadie era dueño de su anterior espacio.
El chico, que con mirada elocuente había contemplado toda la escena, se sintió privilegiado de ocupar aquel hueco. Al menos, podía reposar su espalda en uno de los bordes de la vieja canoa, trasportadora de sueños europeos.
El resto de días plagiaron a éste: los amaneceres eran despertares de silencios, las mañanas notas musicales que añoraban el pasado, las tardes mecedoras de la escasa comida salpicada de arroz, legumbre o pasta y las noches… Las noches eran el escenario de la luna, donde vistiese como vistiese, siempre era la protagonista de todas las estrellas del universo. CONTINUARÁ