Cada pisada detonante lidia con los ruidos que persigues, pero vencen éstos. Tu único escudo es tu móvil, que ya marca el número de Mario.
La escaleras mueren en un amplio pasillo que ancla seis habitaciones. El frío de esta planta y del miedo cala tu huesos. Allí está la tercera puerta, marcando un compás suave hasta que colisiona con la cerradura, que no la empotra, y reproduce el golpazo de replica. La abres con ímpetu, inspeccionas la alcoba desierta para después cerrarla, esforzando a la manilla para que encaje en su sitio. Lo mismo haces con el resto de habitaciones, aunque su puertas son más educadas.
Un último suspiro te lleva a los ruidos, unos graves otros agudos, del dormitorio más retirado. Actúas del mismo modo, pero cuando abres... solo hay silencio. Silencio iluminado por destellos que se le escaparon al sol. Resignada, te apoyas en la pared empapelada con colores ocres y sollozas, mientras repites que ya no puedes más, que con Mario o sin él abandonarás ese caserón encantado.
Abatida te diriges a la mecedora del salón, que apostará por tu sosiego. La arrastras frente a la chimenea, buscando la hipnosis de sus llamas. Pero... hoy los ruidos persisten, el portón del salón ahora vibra, tu más te balanceas, sumida en las formas que dibuja la lumbre.
Así pasas media hora: la mecedora pierde su desafío y las llamas ni siquiera pueden con las convulsiones que te zarandean.
A lo lejos consigues distinguir el sonido que trae a Mario, pero hoy no sales a recibirlo. Él saluda, tú no contestas. Él recorre la planta baja pronunciando tu nombre, hasta que te encuentra rígida como una muñeca movida por una batería de pilas. – No estamos solos –declaras en el encuentro, sin despegar la mirada de las brasas. Mario ignora tus palabras y se arrodilla a tu lado, para interesarse por tu estado extasiado. Entonces tus ojos, espejos de llamas, penetran en los masculinos y le recriminas que si no oye los ruidos. Él acaricia tu melena rizosa y te convence de que sólo estarán un par de días. Atónita pides explicaciones, él disculpa su inadvertencia. Vuelves a acomodarte en la mecedora, cierras tus párpados fatigados de lágrimas, y preguntas que por qué vinieron. Ahora es él, quien extrañado, responde que vinieron a arreglar la gotera de la habitación empapelada. – La gotera de la que te hablé hace dos meses- te recuerda Mario. FINAL