jueves, 18 de marzo de 2010

"EN NOMBRE DE INIKO"

CAPÍTULO VIII
A finales de la segunda semana surgió el primer beso: suave, dulce, delicado, cálido.
Él, una vez más recordaba a su amigo Iniko: con pesares por la ausencia, con complacencia por haberle conocido. Ella miraba aquellos ojos expresivos, mientras acariciaba aquellas manos oscuras que se restregaban para calmar el dolor del recuerdo. Él recibió esta caricia como el mejor regalo de mucho tiempo y jugueteó durante breves momentos con aquellos dedos tan finos. Entonces un impulso hizo que sus rostros se acercaran hasta rozarse los labios. Se miraron mientras sentían el galope desaforado de ambos corazones y… surgió el primer beso. Ése que hace a la persona inolvidable, al momento intenso y a su olvido imposible.
En la tercera semana se prometieron fidelidad e idearon una vida compartida, con un único deseo: felicidad para esta historia, a sabiendas del retorno próximo de ella y de la situación provisional de él en el país; únicamente prorrogable con un contrato de trabajo.

Y llegó la última noche de mes, aquella que despedía a esta unión con un punto final o simplemente la suspendía en el tiempo. El alumbrado proyectó en el exterior una iluminación opaca y los dos amantes se reunieron en la parte trasera del recinto. Escabulleron sus cuerpos por un hueco que había entre la alambrada: primero él, quien luego tensó hacía arriba el hilo metálico para que ella deslizara su cuerpo sin arrastrarlo por el suelo.
Los dos en pie se sintieron libres, enlazaron sus manos y corrieron. Sí, corrieron proclamando la honestidad de aquel amor, la libertad de dos corazones. Sin rumbo llegaron sofocados a la misma playa que le salvó a él de la tortura del cayuco. Se tendieron en la arena, en la misma que envolvía el sudor de sus cuerpos. Las manos recorrían el cuerpo deseoso del otro, dando rienda a tanta pasión reprimida. Pasión que a ratos daba una tregua, con el desvelo de sentimientos especiales pero también penosos. La pasión se desvelaba de nuevo; una y otra vez hasta. Y llegó el alba, que hizo a la noche corta. Entonces retornaron sigilosos al mismo sitio, por el mismo lugar. Un último abrazo, el último beso.
Ella regresó desolada al estrés madrileño y el quedó apocado aguardando entre recuerdos.

Nueve meses más tardes nació Iniko: sus ojos oscuros, sus labios carnosos eran la viva apuesta de aquel amor que consagró para siempre la felicidad de él, de ella.