domingo, 25 de diciembre de 2011

"Allá en una nube"


"CAPÍTULO II"

A los pocos días fuimos a cenar a casa de los abuelos para celebrar la Nochebuena. Cuando me enteré, también me puse loco de contento porque tampoco habíamos vuelto a salir después de que Blanca se marchó. Mis primos, los de Madrid, a los que hacía tiempo que no veía, también estarían. ¡Sería divertido! Mi abuela había preparado unas comidas muy sabrosas para aquella noche; aunque yo preferí cenar poquito e irme a estrenar los juguetes que los Reyes Magos habían dejado antes de tiempo en casa de mis tíos, los de Madrid. Mis primos me siguieron emocionados por la suerte que había tenido al recibir ya algunos regalos de los de Oriente. Papá animó a Isabel para que nos acompañara, pero ella prefirió quedarse toda la noche en el mismo sitio, enredando con su móvil, ajena a las conversaciones que entablaban mis padres, abuelos y tíos.

Después de jugar durante un largo rato, mi primo Javier sacó, sin permiso de la abuela, las panderetas que año tras año la mujer guardaba en el mismo baúl y se puso a cantarle a la Nochebuena. A mí no me gustó la idea, a la que se unieron sus dos hermanos y les advertí que mi madre se enfadaría porque ya no le gustaban las canciones. Sin embargo, ellos ni siquiera me escucharon, estaban los tres muy afanosos en entonar el mismo ritmo para voces y panderetas. Entonces decidí retirarme al pasillo para no ser partícipe de aquella algarabía, que pronto interrumpiría las voces de mi madre.

Minutos más tarde, vi cómo ésta se dirigía a la salita donde estaban actuando mis primos, pero me encontró al fondo del pasillo y cambió su dirección hacía mí. Antes que ella dijese algo, le prometí que yo no había cantado. Para mi sorpresa, mi madre me sonrió como hacía mucho que no sonreía, se acuclilló a mi lado acariciándome el pelo y me dijo que les enseñara a mis primos mi nuevo villancico. Muy feliz obedecí a mi madre y concluí la noche, noche de Nochebuena, siendo yo maestro de orquesta y mis primos unos magistrales aprendices.

No mostré el mismo entusiasmo cuando mamá nos comunicó a mí y a Isabel, que la Nochevieja la pasaríamos con los otros abuelos. Desde ese mismo momento, mi hermana me dejó claro que allí no se me ocurriera cantar el nuevo villancico, que a mí tanto me enorgullecía, porque a “la quisquillosa”, como ella le llamaba, no le haría la más mínima gracia. Mi abuela no me caía bien y a Blanca tampoco, a pesar de que ella había sido su nieta preferida. Era una mujer sería y siempre estaba triste por algo. Además, era poco cariñosa con nosotros tal como le había confesado mamá a la otra abuela una tarde mientras tomaban café y yo me hacía el dormido en el sofá.

Para empezar, el recibimiento de mi abuela me desagradó por completo, aún lo recuerdo: nada más abrir la puerta se abrazó llorando a mi padre, su hijo y empezó a llamar a Blanca. En aquel momento hasta dudé de si no se habría enterado de lo de Blanca. A mamá, a Isabel y a mí apenas nos saludó porque papá le agarró suavemente del brazo y se fue con ella a la cocina. Cuando regresaron junto a nosotros y el abuelo, un hombre de muy pocas palabras, ya no lloraba, aunque sus ojos estaban igual de rojos que los que se le ponían a mamá. Cenamos casi en silencio. El abuelo presidía la mesa frente a una enorme ampliación de una foto de Blanca, vestida de comunión, que colgaba de la pared. Debía de ser nueva, pensé, y fascinado no le quité ojo en toda la velada. Velada que, por suerte, la abuela dio por concluida muy pronto e hizo caso omiso a la sugerencia que hacía papá de comer las uvas y recibir el año todos juntos. “No estamos para fiestas” fue su única respuesta. A las once estábamos de regreso a casa. Poco más tarde, acostados.

Fue al día siguiente cuando eché de menos la carta que le había escrito, yo solito, a los Reyes Magos. Isabel pronto notó mi preocupación y, antes de ayudarme a buscarla, se le ocurrió preguntarle a mamá. Ella siempre encontraba todo, me convenció. En efecto, y para mi alivio, mamá me dijo que no tenía de qué preocuparme, que la carta la había enviado papá hacía unos días y que seguro que los Reyes Magos ya la habían recibido. De cualquier manera, tenía que ponerme a escribir otra, algo importante había olvidado. Mamá me preguntó que de qué se trataba y se ofreció a echarme una mano. Le conté que quería un regalo para que Blanca jugase en el cielo y rechacé su ayuda, porque yo ya era mayor, le recordé que ya iba a primero. Me abrazó. Ese día también lloró.

Aquella mañana, seis de enero, supe que mamá nunca mentía cuando decía que yo era un niño bueno; los Reyes me habían concedido todos los deseos que les había pedido, incluso el de Blanca.

Mamá esa mañana me acompañó a abrir otros regalos que yo no había pedido vestida con un pantalón vaquero y un jersey de lana blanco. Nunca más volvió a vestir de negro, era mi primer deseo. Estaba guapísima, y papá no dejaba de piropearle mientras me guiñaba un ojo.

El segundo deseo era que papá volviese a reír y, aunque sus carcajadas tardaron unos cuantos meses en aparecer, dejó de estar triste y retomamos nuestros juegos.

Otra petición: escuchar a mamá cantar. Aquel mismo día entonó mi villancico preferido, que para mi sorpresa se sabía.

El último regalo era el que pedí para mi hermanita Blanca. Mamá y papá señalaron en el cielo la nube que los de Oriente dejaron para ella. Desde entonces, y aunque ya han pasado seis años, Blanca sigue teniendo su propia nube durante el día y la misma estrella durante la noche.

lunes, 19 de diciembre de 2011

"Allá en una nube"

CAPÍTULO I

Desde que se fue mi hermana Blanca, mis padres parecían otros. Yo, con mi inocencia, siempre había pensado que ochos meses después y con Navidad por delante, papá volvería a reír con esas carcajadas contagiosas que nos provocaban dolor de mandíbula a todos los que le rodeábamos. Sin embargo, papá seguía cabizbajo a todas horas. Mamá tampoco había vuelto a tararear esas canciones que alegraban el día a cualquiera, según decía mi abuelo, Además, ella seguía vistiendo con pantalón y jersey negro, color que no le favorecía para nada. De hecho, un día incluso me atreví a decírselo, pero se echó a llorar y dijo que era lo mínimo que podía hacer por Blanca. ¡Todo había cambiado tanto!

En uno de aquellos días, llegué del colegio muy ilusionado con el nuevo villancico que este año nos habían enseñado por estar en primero de primaria. Mi maestra Martina siempre decía que estar en primero significaba que ya éramos mayores y que había que esforzarse. No era un villancico fácil, la verdad. Nos costó varios días de ensayo, muchos recreos sin jugar a las canicas; todo para demostrar en el festival de Navidad que los alumnos de primero ya éramos mayores. Me entristeció un poco que mis padres no asistieran, se hubiesen sentido orgullosos de mí y papá me lo habría hecho saber. Pero bueno… al menos estaba mi hermana Isabel, que me aplaudió muchísimo. Cuando llegué a casa, con unos cuantos días de vacaciones por medio, quise hacerle a mamá partícipe de lo que en el colegio habíamos vivido. Empecé a cantarle el nuevo villancico que seguro nunca habría escuchado: “Madre en la puerta hay un niño más hermoso que el sol bello…” Mamá, que estaba muy liada cortando cebolla en la tabla de madera, no me miraba. Yo me había dado cuenta de que estaba llorando pero pensé que era por la cebolla, siempre lloraba cuando partía cebolla y decía que a todo el mundo le pasaba.

Ese día no lloraba por la cebolla, lloraba por Blanca, luego me enteré. Mamá se dio la vuelta, tenía los ojos muy rojos, como en los últimos meses: en una mano sostenía la cebolla y en la otra el cuchillo. Comenzó a chillarme y a decirme que me callara, que Blanca estaba muerta. Las voces de mamá me asustaron mucho, ella nunca me chillaba, siempre decía que yo era un niño bueno. A la que sí le gritaba era a Blanca, pero porque era muy revoltosa y no siempre le hacía caso. De hecho, el día que le pilló el coche, y que se quedó muy muy quieta, mirando al cielo, mamá le estaba riñendo a voces para que no corriese detrás del balón que se nos había escapado a la carretera.

No entendía dónde estaba lo malo de cantar el villancico para niños mayores.

Me eché a llorar, salí corriendo a mi cuarto y sin darme cuenta dejé caer las notas, excelentes para lo que estaba pasando, según le explicaron a mi hermana Isabel, y la carta para los Reyes Magos que con tanto empeño, yo solito, había escrito.

Isabel me siguió hasta mi habitación, me abrazó y me pidió que perdonara a mamá, que la pobre seguía muy triste por lo de Blanca. Le hice saber que yo no entendía tanta tristeza: la maestra de religión, Lourdes, nos había contado que Blanca había pasado a una vida mejor en el cielo y que se había convertido en una estrella. También le revelé que, según mi amigo Samuel, Blanca se lo debería estar pasando en grande, saltado encima de las nubes cuando el cielo estaba cargado de ellas. Además, él había escuchado decir a su madre que mi hermanita se había ido al cielo como una princesa, vestida con el traje de comunión que pocos días antes había estrenado. ¡No entendía tanta tristeza!, le repetí a mi hermana. Pero ella me dijo que eran tristezas de mayores y, aunque yo ya era mayor, porque estaba en primero, no quise discutir y decidí perdonar a mamá.

Aquella misma noche, cuando me levanté al baño, escuché que mis padres hablaban sin regañar, algo que hacía tiempo no sucedía. Me alegré tanto que decidí escucharles tras la puerta entreabierta del salón. Supuse que los dos estaban llorando y como hablaban tan bajito no logré enterarme de todo lo que decían, pero a menudo se referían a mí y a mi hermana Isabel que, según papá, se había hecho mayor de repente.CONTINUARÁ

domingo, 13 de noviembre de 2011

"DESENLACE BAJO LA NIEVE"


CAPÍTULO II

Ya en el apartamento ella se tumbó en la cama, se aferró sobre la almohada y tiró de las mantas para recubrir su cuerpo. Luis sólo repetía una y otra vez que lo sentía y de vez en cuando cortaba la melodía de llamada de su móvil, mientras musitaba lo aburrido que podía resultar su jefe.

Cuando llegó el médico, Luis ya había retrasado el viaje de regreso a Madrid, ambos sabían que para el día siguiente Silvia aún estaría muy débil. El médico le administró la vacuna que prescribía el informe que le tendió Silvia y que siempre llevaba consigo para posibles situaciones de emergencia, aunque era la primera vez que lo mostraba desde que le detectaron la alergia; siempre había sido muy escrupulosa con los alimentos que le daban esta reacción.

Silvia pronto notó una notable mejoría, pero siguió las recomendaciones del médico suizo. Le pidió a Luis que la dejara sola y reposó la tarde en la cama, mientras divisaba la nieve por la ventana y buscaba justificación para el descuido que Luis había tenido con aquel maldito croissant de fresa. La única explicación ocurrente que acusaba a sus pensamientos era, la misma que hacía unos meses, que había otra mujer.

Luis estaba tan disgustado que no tenía ni ánimos para matar la tarde en la pista de nieve. ¡Se sentía tan culpable! Decidió albergarse unas horas en el restaurante vecino y sintió alivio al descubrir que le habían relevado el turno al camarero simpático. La relación con Rosa estaba sobrepasando límites se advirtió él mismo, mientras removía un café hirviente sobre la mesa más retirada del local. Tenía que poner fin pero a cuál de las dos relaciones, se preguntaba. Estaba engañando a las dos mujeres de su vida. Por un lado a Silvia la amante que había conocido hacía ya cuatro años, ahora convertida en esposa; por otro lado a Rosa, la madre de sus hijos, a la que abandonó hace tres años por apostar por la relación pasional con Silvia y que ahora jugaba el papel de amante. No podía ser, se restregaba las manos por el cuero cabelludo. “Tenía que acabar con tanto embuste –se acusaba-, para empezar este fin de semana debería estar aquí con Rosa. Este viaje lo había reservado ella para los dos –pensaba- sin embargo me inventé el contratiempo de la conferencia para que lo anulara y así poder compensarle a Silvia el despiste del aniversario”. Otra vez revolvía su cabello. Echó mano al bolsillo de su pantalón para devolverle la llamada a Rosa, le echaba de menos. ¡Qué estúpido! – dijo en voz alta. Había olvidado el teléfono en la habitación. Por unos segundos sintió pánico, pero enseguida recordó que lo tenía apagado y que Silvia no podría acceder al registro de sus llamadas ni mensajes, puesto que había cambiado el código pin recientemente.

Y entre borrascas de pensamientos y la ventisca de nieve se hizo pronto de noche y Luis decidió regresar al apartamento sin tener aún claro que hacer con la novela de su vida. Cuando llegó, Silvia parecía estar completamente recuperada y su humor estaba apacible –observó Luis. Lo que no podía imaginar era que Silvia había accedido a su móvil. Primero había introducido el pin de siempre, aquel que recordaba el aniversario de bodas, sin embargo éste era incorrecto. Quedaban dos intentos había advertido el auricular. Pensó unos minutos sin tener idea de cuál podría ser, pero una premonición evocó la fecha de la antigua alianza de Luis, con la que tantas veces ella había jugado en la cama de aquel hotel que fue testigo de sus primeros encuentros clandestinos. “Jugaba a perderla –pensó- y como idiota memoricé aquella cita grabada que entonces tanto envidiaba”. Y en efecto, aquella fecha servía de código secreto.

Después de un breve saludo, Luis se metió en la ducha para templar su cuerpo y aliviar su mente. Tampoco imaginaba que Silvia había hablado con Rosa y ambas habían descubierto la trama.

Entonces, cuando Silvia escuchó el primer chorro de agua se dirigió al baño y a voces lo sacó de la ducha. Más voces lo ahuyentaron del aseo sin apenas secarse. Más voces lo desterraron del apartamento sin otro abrigo que la propia toalla húmeda.

En el porche, Luis temblaba de frío. Suplicaba perdón y pedía su ropa. Sobretodo pedía su ropa bajo la noche, bajo la nieve.


sábado, 5 de noviembre de 2011

"DESENLACE BAJO LA NIEVE"

CAPÍTULO I

Silvia remoloneaba aún en la cama, se desperezaba pero volvía a entrelazar sus manos y piernas en la almohada.

-Vamos cariño – le animó Luis bajo la ducha- nos espera un duro día en la pista.

-Voy –respondió ella mientras hundía la nariz en la almohada para buscar el olor de Luis. “No estamos tan mal, la nieve disipará mis paranoillas” pensó mientras sonreía. Estaba contenta con el viaje sorpresa que Luis había organizado nada menos que a Suiza, la madre patria de la nieve. Este viaje compensaba el olvido del tercer aniversario de bodas que Luis había tenido la semana pasada.

Decidida abandono la cama y quiso adentrarse en la ducha con Luis pero era tarde, él ya se disponía a salir cuando abrió la mampara; de poco sirvieron las insinuaciones de Silvia que invitaban a algo más que a una simple ducha compartida. Luis le indicó que le esperaba para desayunar en el restaurante que había junto al apartamento. Ni siquiera se despidieron con el rutinario beso de todos los días, ni con el “te quiero” hipócrita de los últimos meses; el teléfono de Luis sonaba con insistencia y decidió contestar fuera del apartamento.

Ella disfrutó de una ducha larga y caliente antes de encontrarse con Luis en el restaurante vecino.

Mientras, él tomó el primer café sólo que casi hervía y en el que hundió sus pensamientos, ajeno a la simpatía del camarero. Cuando Silvia llegó, él le recibió con una media sonrisa que ella devolvió duplicada y el camarero se dispuso a servir los desayunos que Luis había encargado: café con leche para los dos, croissant con chocolate para él y con fresa para ella. Silvia le dedicó a Luis un guiño por aquel detalle que no le haría más esperar a su estomago. Sin embargo, nada más probar el croissant lo devolvió con urgencia al plato y escupió en una servilleta con la mayor delicadeza que pudo, el bocado que había probado.

- ¡Pero estás loco! – Logró decir a la par que se levantaba y huía con premura a los aseos para enjuagar su boca.

- ¡Lo siento cariño, lo siento…! – Se disculpaba por momentos Luis, mientras echaba su mano con brusquedad a la cabeza, como si ésta fuera la culpable - ¿Cómo pude olvidarlo? – se preguntó en voz alta, teniendo como espectador al camarero simpático que encogió sus hombros esperando también la respuesta.

Luis no dio explicaciones, la situación urgía. Corrió a los aseos en busca de Silvia. El teléfono volvió a sonar, la misma llamada entrante de antes. –Ahora no puedo, Rosa – se disculpó y colgó de inmediato. Encontró a Silvia apoyada en el lavabo, su cara estaba tan pálida que ni el propio colorete daba vida a las mejillas. Los escalofríos ya recorrían su cuerpo. Luis pidió a voces ayuda al camarero simpático, Silvia necesitaba un médico. Le esperarían en el apartamento y le indicó con el dedo la proximidad del alojamiento. El regreso se hizo eterno, la tiritona encogía el cuerpo de Silvia y su palidez aún podía confundirse con la blancura de los copos de nieve, que caían despiadados sobre la pista. Silvia no habló nada durante el trayecto, ni siquiera tenía fuerzas para rechazar los brazos de Luis, que esta mañana tanto había echado de menos y que ahora la rodeaban para salvarla del frío propio de sus reacciones alérgicas, que hacía años no experimentaba. En aquel momento le hubiera gustado decirle que estaba harta, que no soportaba los descuidos de los últimos meses, ni las insistentes llamadas de teléfono que él porfiaban que eran del jefe, ni su frialdad en la cama, ni…tantas cosas; pero sólo tenía fuerzas para refugiarse de aquel brutal frío corporal entre los brazos corpulentos de él. CONTINUARÁ